martes, 31 de mayo de 2011

Placer culpable: “Armageddon” (Michael Bay, 1998), por Gerard Fossas, alumno del Master de Crítica, Análisis Cinematográfico y Teoría de Cine

El sueño americano

Como decía el tío Ben en Spider-Man, “un gran poder conlleva una gran responsabilidad”, y esto implica que si el mundo está en peligro, el que tendría que dar un paso al frente para salvarnos a todos es EEUU, que por algo son la primera potencia mundial. Supongo que así lo entienden ellos y así lo entiende Michael Bay, el hombre al que se le ocurrió preguntarse qué pasaría si un meteorito fuera a impactar otra vez contra la Tierra y fuera a extinguir a la humanidad entera. Lo interesante del caso no es la pregunta en sí, ya que un Armagedón por meteorito no es una idea descabellada, paradójicamente hablando, porque a raíz del precedente de los dinosaurios es un temor latente que todo el mundo tiene interiorizado y que fácilmente podría aflorar de nuevo. En este caso, decía, lo interesante, y de esto va “Armageddon” (Michael Bay, 1998), es cómo la mente de un americano medio que ha llegado a ser director de cine imagina el proceso de salvación del mundo bajo la responsabilidad norteamericana.

“Armageddon” es el paradigma del sueño americano pasado de revoluciones y con evidentes síntomas de locura por parte de su director, un hombre con la mente de un chaval de catorce años, 100 millones de dólares de presupuesto y absoluta libertad creativa. Tenerlo en cuenta es la única forma de entender la relación lógica, dicho sea de paso, aplastante, del filme: viene un meteorito, ergo hay que ir al meteorito, perforarlo, poner una bomba en el núcleo y hacerlo estallar para que los trozos pasen rozando el planeta. ¿Y quién sabe perforar mejor que nadie? Los que trabajan en plataformas petrolíferas, que se dedican a esto. Lo que nos encontramos a partir de aquí es que unos trabajadores humildes son llamados por su país en una misión heroica que asumen sin titubear porque son padres, maridos y ciudadanos, clichés andantes en definitiva, que de pequeños seguramente soñaron con ser astronautas y convertirse en héroes orgullosos de salvar el mundo luciendo la bandera de EEUU en el pecho.

Contemplar como se hace realidad la fantasía del hombre de a pie que se convierte en salvador es lo que realmente engancha de la película, especialmente simpática durante la fase de preparación de la expedición en la que los científicos de la NASA y el gobierno de EEUU se rinden a una gente mundana que se toman la misión con el mismo cachondeo que el público y que lo único que piden a cambio de arriesgar sus vidas es que les retiren las multas de tráfico. El resto es grandilocuencia y chiste fácil con momentos de épica absurda como, el discurso del Presidente yankee al mundo que es escuchado y entendido de la misma forma en la Meca, en la sabana africana, en una concentración masiva delante del Taj Mahal y en un humilde puerto pesquero chino; así como resumen rápido de la perspectiva americana más simplona de la civilización fuera de EEUU.

Ante tal desfachatez patriótica, la epopeya del meteorito abordado por las naves Libertad e Independencia es un mero trámite hacia el clímax anunciado a bombo y platillo en el que Harry Stample (Bruce Willis) se despide de su hija antes de materializar el sacrificio heroico que todo buen americano haría en una situación parecida. Bruce Willis se queda en el meteorito para hacer estallar la bomba manualmente y con él estalla el chauvinismo acumulado durante dos horas de metraje, culminado con la vuelta de los supervivientes, cuando un niño con un cohete en la mano corre a cámara lenta a abrazar a un hombre que en un momento dado se hizo pasar por vendedor, pero que en realidad es un perforador petrolero, un astronauta, un héroe y, encima, su papá. El sueño americano definitivo se ha cumplido.

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